Mi perfil, por la cara
(Ésta es parte de mi biogeografía)
De Principito a oveja negra de la familia
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Nacimiento Nací acuario, febrero del 54, con Málaga cubierta de nieve hasta el nivel del mar, la mar de salá... Pero de aquello y de mis primeros años no me acuerdo de nada, porque tardé bastante en despertar; sólo algunas imágenes borrosas y vagas sensaciones, destellos de flash. Aún hoy día sigo un poco atontado, porque no he perdido del todo la ingenuidad; y quizás también por aquello que decía Alberti: “yo era un tonto y lo que he visto me ha hecho dos tontos”. Fui engendrado en el vientre de mi madre muy a su pesar, contra su voluntad y por los pelos, porque casi a renglón seguido, al poco tiempo de mi "alumbramiento", para su regocijo y liberación dejó de venirle la regla, hecho que puso fin a la menstruación, que es un incordio, y a su nada deseada capacidad reproductiva, sobre todo después de parir a mi hermana mayor, pues las pasó canutas (probablemente no menos que cualquier otra); así que viéndose desfigurada y dolida, dijo “una y no más, Santo Tomás”. Pero los remedios “caseros” no sirvieron y, tal como quería mi padre, vinieron más, para empezar, un par, dos iguales de por vida, y luego otra, y para rematar un servidor. Mi embarazo la sentó como un tiro ya que dio al traste con el tipito que, con mucho esfuerzo y renuncia, había conseguido; por fortuna para mí, se enojó tanto que se dijo “ah sí, pues ahora me atiborro”, y fui tan bien servido de nutrientes que salí de su vientre regordete, con cuatro kilos o más. Y así nací, sin quererlo nadie, sin darme cuenta, sin que contaran conmigo…
Pequeño mamífero mamando Mi infancia, ¿cómo no?, son recuerdos de la calle Manuel de la Revilla. Y de un jardín, el de La Florida, antigua villa partida en dos, en una de cuyas mitades vivían mis padres, y donde, efectivamente, maduraba un limonero, para más señas lunero, y también, ¿por qué ocultarlo?, un naranjo; habitats ambos dos frecuentados por el camaleón en los que crecían y engordaban, respectivamente, limones cascarúos, naranjas guachintón (*).
Olor intenso a azahar, jazmín, madreselva y dama de noche. También había un laurel, una celinda, un pacífico y un pascuero, y un gran magnolio, por junio reventón. Rosales, alguno trepador y varios de pitiminí; y calas, claveles y gladiolos, que florecían, como es normal, llegada su estación, pero si el tiempo era propicio y la lluvia generosa, a la menor ocasión. Y en fin, en primavera no faltaban alelíes multicolores ni tampoco margaritas, algunas amarillas, blancas la mayoría; cuyos pétalos tenían la respuesta a nuestras cábalas sobre el querer. Pero la reina del jardín era, sin duda, la buganvilla, que enredada en la verja, retorcida entre sus barrotes, defendiéndose con púas y espinas de sus pretendientes, lucía vigorosa sus “flores” fucsias, engalanando, al asomar hacia afuera, la calle y la acera. ¡Ah!, se me olvidaba, y no tiene perdón de andaluz: las gitanillas, más bien pocas, y los jeranios, todos rosas, que, como los claveles y otras plantas, entre ellas algunos cactus, también poblaban las macetas que había por doquier.
Calas. Omnipresentes en el jardín de la casa de mis padres.
Además del sin-par camaleón, que algún vecino avispado colocaba en la lámpara del salón de su casa para que se alimentara de los molestos mosquitos y moscas; otros bichos nos visitaban, no siempre bienvenidos, caso de las arañas, cucarachas (muy frecuentes en el lavadero durante el estío) y algunas ratas, o de las no muy agraciadas, sigilosas y estivales salamanquesas, estampa fija sobre las paredes encaladas, que en cazar y zampar insectos gozaban también de merecida fama por su grande destreza.
Camaléon en el Zoobotánico de Jerez,
Los gatos pululaban por nuestro jardín y los de otras casas del barrio como Pedro por su casa, y cual lagartijas, que también había unas cuantas, tomaban plácidamente el sol o, si éste era fuerte y la temperatura elevada, descansaban al cobijo de árboles y plantas. Mi padre, metido a jardinero en sus muchos últimos años, tenía algunas piedras en la baranda de la terraza, proyectiles que, llegado el caso, los lanzaba para espantarlos y así proteger al reino vegetal de su más que probable destrozo, pero si por un casual, en contra de su voluntad, atinaba, atolondrándolos, con inesperada y sorprendente puntería, le daba una grandísima pena. Los felinos, por su parte, se encontraban tan a gusto en tan idílico vergel ausente de canes, que poco les importaba una pedrada certera entre ciento y la madre, tal es así que varias generaciones de gatas parieron en la dependencia que antaño fue carbonera. Y como muchos allí nacieron, tenían a mi jardín enorme apego. Al llegar la época de celo, se peleaban y maullaban, daban interminables serenatas que parecían llantos de niños recién nacidos, hambrientos y desasistidos. Las refriegas duraban a veces toda la noche, hasta la madrugada. Otros animales menores, como abejas, avispas y abejorros, mariquitas y mariposas, saltamontes y cigarrones, ciempiés, cochinillas y caracoles, también frecuentaban nuestro jardín; por no hablar de mosquitos, moscas y moscardones.
Mi infancia son recuerdos de la calle Manuel de la Revilla, calle de arena de un barrio, el de Pedregalejo, entonces apenas crecido, decadente; otrora y ahora de moda, salpicado de pequeñas villas, algunos palacetes, casas matas y “chaletes”. Del otro lado de la vía del tren La Cochinita, frente al mar, las pequeñas y humildes casas encaladas de los marengos y sus barcas varadas en la playa entre redes y aparejos con multitud de remiendos, en cuya labor gastaban muchas horas tejiendo. A veces se les veía en pleno día tumbados al cobijo de la sombra de sus barcas durmiendo la mona o recuperándose de una noche de pesca toledana. También había algún que otro merendero anclado en la arena y con chamizo de caña, y por todas partes olor a mar, a brea y a pescado, que sacaban -todos a una- tirando del copo en el albor de la madrugada. Cuando había oleaje, nos quedábamos sin playa, el agua inundaba los merenderos y, frecuentemente, sus casas. El temporal nada bueno traía. A la espera de una mar en calma, el tiempo se alargaba y huyendo de la desidia, los brazos cruzados, sus sueños volaban tras cualquier gaviota. Pero si las olas eran buenas, los bañistas las chorrábamos con los brazos extendidos y las palmas de las manos abiertas hasta alcanzar la orilla, donde terminábamos reptando cual lagartijas marinas.
Cuando Pedregalejo se quedaba sin playa antes de la construcción de los espigones
Hubo un tiempo, cuando yo era niño, que por la carretera de Almería circulaba el tranvía, y por las calles, la mayoría sin asfaltar, transitaba el afilaó con su flauta y su inconfundible serenata; el cenachero, ofreciendo a voz en grito “¡boquerones, jureles, chanquetes gordos y reondooos!”; el chatarrero, que gritaba desgarrador “!compro vidrio, plomo, hierro vieo”!, el tapicero, el huevero y a veces gente agobiada por la miseria pidiendo comida de casa en casa, o el aguinaldo por Navidad. El del cartero, el del basurero, el del limpiabotas, el del tendero,…y el de las pastorales, que, sobre todo al principio, no eran cosa de niños, sino que estaban constituidas por familias enteras hechas y derechas con una gran zambomba y varias panderetas. Ya casi nadie se acuerda de la pobreza de aquellos años…
El verano en Málaga era una temporada mágica. El corazón se revolucionaba. Venía gente de fuera, se multiplicaban las pandas, entre las que siempre aparecía alguna chica nueva, para ti exótica, de la que impepinablemente te enamorabas. Grandes dosis de playa y largas siestas, reuniones, guateques y fiestas. En las cálidas y estrelladas noches de los interminables veranos, después de cenar, jugábamos o charlábamos en la calle viendo revolotear algún murciélago con la música de fondo del chirriar de los grillos. Pequeños, mayores y medianos comíamos pipas, altramuces u otras delicias alimenticias sentados en los poyetes de una verja o en el escalón de entrada a alguna casa. Y si se terciaba, el festín era en Los Galanes, nuestro cine de verano; donde a finales de agosto era casi preceptivo ir con la rebeca en la mano. Y allí continuaba la velada mientras mirabas de reojo, como en misa, a la chica que te gustaba; y con los ojos bien abiertos, también la pantalla para no perderte nada: amores imposibles, aventuras y desventuras de piratas o de espías de la guerra fría, suspense con la muerte en los talones, Los Cañones de Navarone, Doctor Zhivago, Lo que el viento se llevó, Drácula, Ciento y un dálmatas, la itimerata. A veces la película sólo era un cartel y el cine un lugar donde pasar el rato en una espléndida noche de verano.
Servidor en La Cala del Moral. Hace tiempo que no me reconozco.
En proceso creativo. Disculpen las posibles erratas, cambios y retoques, etc. Continuará.....
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