Como Dios manda
“Como Dios manda” es la coletilla preferida de muchos, que la repiten una y otra vez de forma enfática y seguros de sí mismos; el remate a todos sus argumentos y disquisiciones, el broche de oro que culmina una frase, una exposición; la clave que les da la razón y cierra toda discusión, que les reafirma en la posesión de la verdad. Y uno sólo puede sentir vergüenza ajena, incluso rubor ante semejante contertulio. Qué tal o cual cosa, que las cosas en general, se hacen como Dios manda; revelan, de quien lo dice, una ignorancia supina, una ceguera profunda y un coeficiente intelectual probablemente bastante discreto. Y de verdad que siento decirlo con tanta crudeza. Porque a cualquier hijo de vecino, meridianamente inteligente, no se le escapa que los mandatos divinos son distintos según las áreas geográficas y las épocas (algunos, entrados en años, recordamos, por ejemplo, que la misa se decía en latín con el oficiante de espaldas a los feligreses, y que las mujeres tenían que entrar a las iglesias con velo), y porque en cada casa del mismo barrio, sin ir más lejos, Dios manda de diferente manera en infinitud de pequeñas y grandes cosas. Tal es así que sus órdenes terminan convirtiéndose en auténticas tradiciones familiares que pasan de generación en generación, sobre todo vía materna, hasta que otras ocupan su lugar, normalmente porque alguna hija o hijo sale oveja negra o bicho raro, que para el caso es lo mismo, resultado de alguna insólita y peculiar combinación o mutación genética. Porque -que nadie se engañe- hay muchas formas de hacer las cosas, ninguna absoluta, todas relativas y siempre, siempre, cuando hay opción de elegir, al gusto del hacedor y consumidor. Sólo cuando convives con alguien de otra familia que arrastra otras costumbres, también sacras, pero muy estravangantes por diferentes, algunas de tal calibre como cómo manipular la pasta de dientes, cómo hacer o comer un huevo frito, cuando tomar la ensalada y qué poner en ella, etc.; se tiene la oportunidad de contrastar las propias y comprobar, no sin cierto asombro, lo extraña que son las de los demás; tanto que el que no las comparte las suele calificar de manías en contraposición con su bien-hacer, que es, naturalmente (no podía ser de otra forma), como Dios manda. También cuando viajas, lees, ves documentales sobre otros pueblos, países y culturas, etc., por supuesto sin venda en los ojos (condición necesaria), uno se puede percatar que para gusto están los colores, y que hay una variedad enorme de modus operandi en todo, a veces inevitablemente determinado por las circunstancias locales. No se puede sacar de donde no hay. Como digo en otra parte, las tradiciones, aunque se enmascaren de carácter religioso, a menudo tienen un sentido racional, práctico o al menos tuvieron algún fundamento en el pasado, como por ejemplo la prohibición para los musulmanes de comer carne de cerdo, muy probablemente impuesta y asociada a una epidemia de triquinosis que en un momento dado mermó significativamente a dicha comunidad o a su élite.
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